La crisis atemporal
Eran las seis y media de
la tarde pero parecía mucho más tarde, estábamos en invierno y ella tenía una
remerita rayada rosa de mangas cortas.
Yo le ofrecí una campera
que descortésmente rechazó… no podía culparla.
Sabía que no había sido
el mejor compañero de viaje. Ni tampoco el peor... debo admitir que a veces me
falta tacto para decir ciertas cosas.
Ella era atractiva, de
unos veintidós años que parecían una mentira al ver su angelical rostro.
No era católica pero
creía en un Dios; creía en la falta de imposición divina en la mayoría de
nuestras acciones y pensamientos pero “Él siempre está” decía sin dudarlo ni un
poco.
No creía en el paraíso o
el infierno, más bien en que todos compartiríamos todo al morir.
Su sentido de justicia me
inquietaba, me hacía esbozar un gesto de confusión sólo para que segundos
después, ella me explicara lo que quería decir.
Ella era fría pero amable
a su forma. Me mencionó que le gustaba jugar con su apariencia y por eso solía
teñir su cabello en numerosas oportunidades que gracias a sus grisáceos ojos y
pálida piel la dejaban siempre presentable y nunca fuera de lugar en una
muchedumbre de gente “normal” como decía ella.
Me comentó que le hubiera
gustado ser detective o policía, no lo recuerdo bien, pero definitivamente no
la carrera que uno esperaría para una muchacha como esta, mínimamente pasada de
peso y con grandes aunque un poco caídos pechos.
Lo que le dije, lo que le
dije la molestó.
No fue un insulto pero sí
estuvo fuera de lugar y este viaje empezó a parecer infinito.
Le pregunté luego de unos
minutos.
- ¿Estás enojada?
Lo cual, ella respondió
con su típica cara indiferente:
- No, no lo estoy.
- ¿Vas a volver a
hablarme como antes?
- Quizás.
Pero yo sabía que ese
“quizás” no era tan duro como sonaba, sabía que era sólo una máscara para
evitar que la siguiera lastimando.
Sin pensarlo, me abalancé
sobre ella y la besé apasionadamente, aunque con ciertos vestigios de timidez.
Ella continuó el beso.
Lo continuó por unos
minutos, horas, días, meses…
Aquello era completamente
irreal y era la primera vez que yo besaba a una extraña en un autobús.
La primera vez que me
soltaba de mi estructurada forma de ser para ahondar en mis sentimientos
carnales sin filtro.
Era el lugar y el momento
idílico para ambos; ella me miraba y sonreía.
Yo la miraba y la volvía
a besar y así estuvimos un buen tiempo.
Sabiendo lo que se
avecinaba y sin miedo a afrontarlo.
No me importaría casarme
con ella y tener hijos sino que era lo más perfecto que pudiese imaginar.
Y así vi cenas y salidas
al parque; así tomamos helado y miramos una película juntos.
Así nos preocupamos por
qué tipo de alfombra poner en mi departamento.
Todo se convirtió
repentinamente en una bola de nieve de acciones que realiza una pareja que
piensa que se ama… que va contra el viento, el agua, la tierra y el fuego por
estar unida; que sabe que todo va a estar bien sin importar lo que pase.
Ahí es cuando, por esos
vaivenes de la vida, miro hacia abajo y recuerdo varias cosas; entre ellas, que
sigo sentado.
Mis manos están arrugadas
y ella sigue con cara de nada, que sin despedirse se levanta diciendo:
- Esta es mi parada.
Y yo me pierdo pensando
en qué me equivoqué…
Desesperado bajo a
buscarla y la gente me mira preocupada; ellos saben que algo ha ido
horrendamente mal, que soy solo la sombra de una persona y la veo entrar en un
edificio repleto de vidrios espejados en la entrada. Esto me perturba.
Ahí es cuando caigo en
cuenta del nefasto hecho.
Yo había envejecido
cuarenta años en ese trayecto y ella seguía tan radiante como la primera vez
que la vi.
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