10 jun 2010

La crisis atemporal


La crisis atemporal
Eran las seis y media de la tarde pero parecía mucho más tarde, estábamos en invierno y ella tenía una remerita rayada rosa de mangas cortas.
Yo le ofrecí una campera que descortésmente rechazó… no podía culparla.
Sabía que no había sido el mejor compañero de viaje. Ni tampoco el peor... debo admitir que a veces me falta tacto para decir ciertas cosas.
Ella era atractiva, de unos veintidós años que parecían una mentira al ver su angelical rostro.
No era católica pero creía en un Dios; creía en la falta de imposición divina en la mayoría de nuestras acciones y pensamientos pero “Él siempre está” decía sin dudarlo ni un poco.
No creía en el paraíso o el infierno, más bien en que todos compartiríamos todo al morir.
Su sentido de justicia me inquietaba, me hacía esbozar un gesto de confusión sólo para que segundos después, ella me explicara lo que quería decir.
Ella era fría pero amable a su forma. Me mencionó que le gustaba jugar con su apariencia y por eso solía teñir su cabello en numerosas oportunidades que gracias a sus grisáceos ojos y pálida piel la dejaban siempre presentable y nunca fuera de lugar en una muchedumbre de gente “normal” como decía ella.
Me comentó que le hubiera gustado ser detective o policía, no lo recuerdo bien, pero definitivamente no la carrera que uno esperaría para una muchacha como esta, mínimamente pasada de peso y con grandes aunque un poco caídos pechos.
Lo que le dije, lo que le dije la molestó.
No fue un insulto pero sí estuvo fuera de lugar y este viaje empezó a parecer infinito.
Le pregunté luego de unos minutos.
- ¿Estás enojada?
Lo cual, ella respondió con su típica cara indiferente:
- No, no lo estoy.
- ¿Vas a volver a hablarme como antes?
- Quizás.
Pero yo sabía que ese “quizás” no era tan duro como sonaba, sabía que era sólo una máscara para evitar que la siguiera lastimando.
Sin pensarlo, me abalancé sobre ella y la besé apasionadamente, aunque con ciertos vestigios de timidez.
Ella continuó el beso.
Lo continuó por unos minutos, horas, días, meses…
Aquello era completamente irreal y era la primera vez que yo besaba a una extraña en un autobús.
La primera vez que me soltaba de mi estructurada forma de ser para ahondar en mis sentimientos carnales sin filtro.
Era el lugar y el momento idílico para ambos; ella me miraba y sonreía.
Yo la miraba y la volvía a besar y así estuvimos un buen tiempo.
Sabiendo lo que se avecinaba y sin miedo a afrontarlo.
No me importaría casarme con ella y tener hijos sino que era lo más perfecto que pudiese imaginar.
Y así vi cenas y salidas al parque; así tomamos helado y miramos una película juntos.
Así nos preocupamos por qué tipo de alfombra poner en mi departamento.
Todo se convirtió repentinamente en una bola de nieve de acciones que realiza una pareja que piensa que se ama… que va contra el viento, el agua, la tierra y el fuego por estar unida; que sabe que todo va a estar bien sin importar lo que pase.
Ahí es cuando, por esos vaivenes de la vida, miro hacia abajo y recuerdo varias cosas; entre ellas, que sigo sentado.
Mis manos están arrugadas y ella sigue con cara de nada, que sin despedirse se levanta diciendo:
- Esta es mi parada.
Y yo me pierdo pensando en qué me equivoqué…
Desesperado bajo a buscarla y la gente me mira preocupada; ellos saben que algo ha ido horrendamente mal, que soy solo la sombra de una persona y la veo entrar en un edificio repleto de vidrios espejados en la entrada. Esto me perturba.
Ahí es cuando caigo en cuenta del nefasto hecho.
Yo había envejecido cuarenta años en ese trayecto y ella seguía tan radiante como la primera vez que la vi.

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