10 jun 2010

Roberto: colectivero.

Nunca fue un hombre complicado, nunca tuvo grandes anhelos ni ambiciones; sin embargo no pudo cumplir su meta; algo tan simple y no lo pudo hacer.
Quizás fue porque su vieja siempre lo tiró abajo y cuando nacieron sus dos hermanos le dejó de dar pelota completamente.
Ya no le contaba cuentos antes de dormir, no lo llamaba para que mire televisión junto a ella ni para merendar siquiera.
A la temprana edad de diez años dejó de cuajo su trono de pequeño gran rey de la casa para pasar a ser el lacayo que hace cuando le piden y que ni se atreva a mostrarse disgustado.
Ya lo van a llamar; no para preguntarle cómo se encuentra, sino para saber por qué mierda tiene malas notas, por qué carajo es un antisocial y no se lleva con nadie de su colegio, del que, vale aclarar, ya lo cambiaron de establecimiento incontables veces.
¿Cómo puede un niño cambiar de “conocidos”, ya que no los puede llamar amigos, cada año?
Él no pudo y creció con la marca.
Creció con la virtud de ver al prójimo como un producto descartable.
Creció con el karma de siempre salir segundo y ser al último que llaman cuando los nenes juegan al fútbol.
Sin embargo, las cosas terminaron mejorando; luego de largas horas de práctica, de gastar cada céntimo que tenía, y de interminables veces de pedirle a sus padres que le enseñen a conducir, lo logró.
Y no buscó peor ironía para ellos que convertirse en conductor de autobús. En vez de eso podría haber puesto una panchería.
Ser colectivero era un trabajo que parecía hecho específicamente para él.
Personas que raramente vuelve a ver, personas fantasmas que piden un boleto y se pierden entre el gentío.
Nadie en especial.
Tan solo la satisfacción de saber que si él no quiere abrir la puerta puede hacerlo.
Las calles de la ennegrecida ciudad ya no eran seguras a la noche, su turno favorito.
Lo había visto todo; desde amigos de lo ajeno explotando la distracción de ese estudiante desprolijo y apresurado a parejas que decidían expresar su excitación de una manera repugnante para todo el público presente cerca del último asiento.
Pero aún así, ese trabajo maldito lo llenaba.
Le refrescaba su sentimiento de superioridad.
Esa gente que subía era impura.
Estaba podrida por fuera y descompuesta por dentro.
En sus mínimos instantes de descanso; cuando llegaba a un semáforo en rojo, ahí podía escuchar lo que la gente decía. Y eso no le gustaba.
La gente engañaba, Mentía y estafaba.
La sociedad estaba corrupta y eso lo empezaba a perturbar.
En poco tiempo, comenzó a sentir la angustia de pasar tantos días sin una conversación decente y sentía que su boca estaba entrenada con el único fin de decir:
- Suban.
Seguro que ya no importaba, podía decir cualquier cosa y la gente que sube ya lo haría por inercia.
Decidió probarlo.
Un día cualquiera, quizás un martes, cambió su palabra por otra, en este caso, dijo:
- Escalera.
La gente subió.
Quizás fue por la relación entre “Escalera” y “Suban” así que para comprobar los frutos de su pequeño experimento optó por alejar más el concepto.
- Metal.
Y la gente seguía subiendo.
Por alguna razón, esto lo hacía muy feliz y le había levantado el ánimo.
Cada día jugaba apuntando a la inercia y al descuido que parecía haberlos infectado a todos.
Menos a él.
Y así ideó un plan, una forma de dejar de pasar desapercibido y lograr ese respeto que merece de una sociedad putrefacta.
De esa manera estudió química.
Dedicó mucho tiempo de sueño a un único fin; no ser un idiota. No ser como ellos.
Entonces, ese martes subió a su nave, subió a lo que ahora se convertiría en un purgatorio administrado por él y esperó a que se llenara.
Esperó a que no hubiese más espacio y estén todos parados.
Espero a que el aire se pusiera espeso y en ese momento entonó una frase de Stalin:
- “La muerte de una persona es una tragedia, la de muchas, una estadística”
Trabó la puerta, se puso una máscara de gas y tiró un químico que los adormiló.
No paró en la terminal, pero sí en el depósito de su próximo trabajo.
Una panchería.

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