19 oct 2010

Cordura extrema.


Es raro imaginarme a mi misma escribiendo, supongo que se basa en el hecho de que paso tanto tiempo pensando las cosas que cuando realmente me decido a escribirlas las olvido.
Este no es el caso. O al menos lo es a medias.
Me parece bastante asqueroso tener que comenzar mi historia en un baño, pero creo que lo más significativo de ella es el lugar donde comenzó… o digamos, continuó.
Encontrándome vomitando y sacando pequeños cachos de una sustancia de contextura arenosa de mi boca, me recuerdo qué me llevó hasta ahí.
-“Acabás de cometer un pequeño error”
Apenas dije sí,
-“Acabás de cometer un gran error” dijo ella una vez que habíamos cometido el acto.
Un simple beso, y le rogaría a la fantasía y a Hollywood haberme convertido en piedra en ese momento. Desgraciadamente… eso no sucedió.
-“Dame un minuto para ir al baño”. Murmuré.
Suelo sentir un extraño dolor estomacal cuando estoy nerviosa. Puta psico-somatización del cuerpo humano.
He llegado a la conclusión de que al nacer, a cada alma se le entrega un cuerpo, y digamos, uno va aprendiendo a “usar” el suyo durante toda su vida.
En el momento en el que olvidamos como “usarlo”, como poseer el control sobre cada una de nuestras extensiones, ahí es cuando nos enfermamos… o morimos.
Sé que esto parece no tener absoluto sentido en esta etapa del relato, pero creo que a medida de que sigan leyendo comprenderán o… pueden mandarme una carta.
En fin, nueve de marzo, tres días antes, en un oscuro establecimiento con estridente música y aromas de dudosa e ilegal procedencia.
La veo caminando, nada de cursilerías. Nada de “amor a primera vista” nada de princesas de cuento.
Solo una corta y descuidada cabellera rubia, digamos, por los hombros.
Unos ojos celestes azules y penetrantes. Nada de esto importa.
Afortunadamente yo me encontraba comiendo un feto humano que había encontrado sobre la mesa. Ella se arrancó un ojo de la cara mientras yo la miraba preguntándole si le gustaría tomar unas cervezas conmigo.
El movimiento pélvico que hizo me recordó a esas tardes en las que bañaba a  mi madre con ácidos y luego me paseaba desnuda por las calles centrales del pueblo.
No podía creer que haya hubiese entendido algo tan carente de alma.
Pero la verdad, me complicaría explicarlo de otra forma. No era atípico verla en ese estado de deshidratación. Nos llenaríamos de sal para salir de ese estado anti-humedad.
De repente llegó la policía, era obvio que estábamos en un problema, empezaron a golpear a la gente y a robarse todo lo que había en el lugar.
Nosotras corrimos y nos encontramos con un hombre que nos vendió su mugrosa habitación de hotel a cambio de que le arrancáramos la piel.
Parecía un trato serio y petulante.
En esa habitación lo único que apuntamos a hacer fue leer y leer, pasamos horas arrancando hojas de libros y armándonos peinados.
Lo más gracioso fue cuando ella intentó meter dichas hojas en mi cerebro.
Orwell era un buen tipo.
Diez meses después descubro lo que había pasado. Yo solía tener una vida, pero esa vida no me convencía.
Se tornó un infierno darme cuenta que mis brazos ya no se deshacían cuando volaba hacia ella, todo era parecido a comer hielo.

Rogué por unas disculpas y me largué hacia otro punto de la ciudad, entonces fue cuando encontré a mi padre, que había perdido hacían aproximadamente unos veinticinco años, un poco extraño recordar su cara teniendo yo misma diecinueve.
No puedo darle importancia a esto, pero mi novio me extrañaba, en otra punta de la tierra tenía una amante salvaje y perspicaz.
Tres días antes yo había entrado en negación, me había cortado un pie para poder sobrevivir a la diabetes y me costaba discernir los diferentes matices de la vida.
¿Ahora entienden lo de la psico-somatización?
Mi amante no era alguien con quien jugar. Recuerdo esa vez en la cual ante una absoluta falta de atención a la vida por parte de quien diremos, era su abuelo, ella mordió su oreja y lo torturo durante veinte noches y quince días obligándolo a conseguir imitar a la perfección el sonido de un grillo.
El pobre viejo rogaba que lo suelten y nadie lo ayudaba, supongo que es lo que uno gana por no tener mascotas.
Yo tenía un gato prendado de las tetas, que sostenía ahí con el simple hecho de tener a la gente preguntando.
¿Por qué no hablo de mi vida sexual? Esta era nula. Todos los viernes a la noche nos acostábamos y hablábamos de un futuro en el cual no tengamos que preocuparnos. Eso nunca pasó, siempre me dediqué a la agricultura.
Mis plantas no florecían y en ambas casas era un desastre la convivencia, mi novio había perdido absolutamente el poder de reconocer patrones simples. Interesante capacidad para un ornitólogo.
Era hasta triste verlo rezar tanto sobre ese paquete de azúcar, le dolían los ovarios pero él no se rendía, quería a su bebe, quería formar parte de un grupo selecto de situaciones a las cuales no pertenecía.
Me sentí identificada con eso, siempre quise saltar y nunca pude hacerlo. Ni una sola vez.
Volviendo a la casa de mi novia, ella se había convertido en una socialista extrema y cada pequeña e insulsa picazón en sus brazos era motivo de pelea.
Ella claramente no tenía otra opción que dedicarse a la aproximación de materiales radioactivos.
Fue así cuando se cortó los brazos. Poco quedaba de aquella cabellera rubia que ahora le llegaba hasta los pies, y se volvía tropezando.
Yo me vendí a los aristócratas. Ellos no me trataban bien, me derretían velas sobre los ojos y juraban que era para alejar vampiros, nunca quise creerles, pero no tuve otra opción.
¿Podría haberlo dejado todo y esconderme bajo las sábanas? El fantasma de mi madre no estaba contento y probablemente antes de morir había echado alguna maldición sobre mi. Esa endemoniada parálisis de sueño.
No me podía mover. Quería morir, quería ser un ave dentro de una jaula.
Lo último que escucho, un fuerte dolor de muelas, las oigo quebrándose.
Mi amante y mi novia habían perdido la cabeza.
Juré venganza a esos irascibles señores índigo.
-¿Qué me hicieron?; ¡Exijo explicaciones!
- La hora de visitas es de cinco a siete.


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